Marruecos (o Al Mamlaka al-Maghrebiya, su nombre oficial), país que ocupa el puesto nº 57 del mundo en cuanto a superficie (446.550 km2) y el nº 39 por su población (35,7 millones de habitantes) ha sabido salvaguardar a lo largo de la historia su importancia estratégica, otorgada por su privilegiada situación geográfica: puerta marítima entre el Mediterráneo y el Atlántico... y puente de culturas entre la vieja Europa y el continente africano, al que pertenece. Y es que apenas 14 kilómetros, los del Estrecho de Gibraltar, la separan de su vecina España. Un país al que, salvando inevitables y puntuales rencillas, siempre le ha unido un espíritu de cooperación y amistad, empezando por la que mantienen sus monarquías en las figuras de Felipe VI, Rey de España, y Mohammed VI, monarca alauita, dinastía reinante en Marruecos desde el siglo XVII. Y es que, recuperada su independencia del colonialismo hace seis décadas (1956), Marruecos ha encontrado en España un segundo hogar para el 2 % de su población, pues son unos 715.000 los inmigrantes que han convertido a la comunidad marroquí en la primera de nuestro país.

Marruecos es un país lleno de contrastes, cuya vida palpita entre la magnificencia de sus bellas Ciudades Imperiales, herederas de aquellos fascinantes cuentos de las mil y una noches, con sus sultanes, princesas y palacios, y el misterioso encanto de sus kasbahs, esas desnudas fortalezas de adobe con torres almenadas, diseminadas en el sur del Alto Atlas, entre el desierto y la montaña, y salpicadas de fértiles valles y oasis de palmeras gestados por la acción de los ríos. Y para ahondar en otro de sus contrastes, la escasez de agua en su interior choca con un inmenso litoral de 800 km de costa, bañada mayormente por el Atlántico.

La puerta de entrada a Marruecos, por el norte, es Tánger, ciudad convertida durante algo más de un cuarto de siglo (1923-1956) en “zona internacional” y puerto franco, que la hizo florecer como punto de encuentro cultural. Escritores como Tennesse Williams, Truman Capote o Paul Bowles; pintores como Matisse o Francis Bacon; músicos como Stravinski o multimillonarios como Barbara Hutton y Malcolm Forbes, quedaron prendados de ella, fijando temporal residencia. Sus zocos (grande y pequeño), su Medina y su Alcazaba, típicamente árabes, contrastan (¡de nuevo los contrastes!) con rincones al más puro estilo francés, como el Boulevard Pasteur o la plaza de Francia. Por ello quizá sea Tánger el más fiel reflejo de aquella ‘Casablanca’ reflejada en el filme de Bogart, de ahí que no sea de extrañar que parte de las escenas se rodaran aquí en lugar de la Casablanca verdadera, la más moderna y ‘europea’ de las metrópolis marroquíes.

Tomando la polvorienta ruta que va hacia el interior, tras dejar a un lado la histórica plaza de Tetuán (antiguo protectorado español con fama de refugio de piratas) se llega a Fez, la primera y más antigua de las cuatro Ciudades Imperiales (junto a Marrakech, Meknés y Rabat), fundada en el siglo VIII por Moulay Idriss, responsable también de la arabización y unificación de las tribus bereberes, que dio origen al nacimiento de la nación marroquí. Fez es como un ‘Guadiana’ que ha pasado por épocas de gran esplendor (siglos XI a XV, bajo las dinastías Almoravide y Almohade) a otras de cierto ostracismo (siglo XVI, dinastía Saadiana), en que perdió su rango de capital. Hoy día, puede considerarse el principal centro intelectual, religioso y artístico del país, no en vano tiene el orgullo de poseer la universidad más antigua del mundo occidental, Karauin, (siglo XIII), anterior incluso a la Sorbona parisina. Fez está dividida en tres partes bien diferenciadas. La vieja es Fez el-Bali, con la Medina (ciudad vieja) más grande de todo el Islam; un laberinto de angostas callejas en el que se comprimen mil y una tiendas artesanales. Fez el-Jdid, la parte moderna, en la que destaca Dar-el-Makhzen, palacio real que sirve de residencia al monarca en sus visitas. Y la Ville Nouvelle, o Ciudad Nueva, gestada durante la colonia francesa, al sur.

Unos 60 km al sudoeste de Fez, asienta sus reales Meknès, la menos afamada de las Ciudades Imperiales. Su máximo esplendor lo alcanzó allá por el siglo XVII, bajo el mandato de Muley Ismail, segundo soberano de la dinastía Alauita. El monarca reclutó un verdadero ejército de jornaleros, albañiles y obreros entre los esclavos negros y cautivos cristianos (al más puro estilo faraónico) y, tras arrasar la antigua ciudad almohade, mandó construir kilómetros de bastiones, murallas, estanques, jardines... y palacios para su harén. Pero muerto el rey, la efímera gloria de Meknès pasó a mejor vida y los sultanes que le sucedieron repartieron sus preferencias entre Fez y Marrakech.

Descendiendo hacia el Gran Sur, se asciende (aunque parezca un contrasentido) la cordillera del Alto Atlas, el gran sistema montañoso del país, además del Rif (situado en la costa magrebí). Aquí ya nada recuerda a fausto de las ‘mil y una noches’. Es el reino de las fortalezas que levantan su hidalga austeridad arrancada de la propia y desértica tierra presahariana. Es la llamada ‘Ruta de las Kasbashs’. Vistas de lejos, parecen difusos espejismos que brotan o se esconden en la tierra camuflados en un ocre que, junto al verde de los oasis, constituyen los únicos colores de esta zona suburbial del gran desierto del Sáhara.

El prólogo es Midelt, apacible pueblo que abre las puertas al Valle del Ziz, un milagroso paraíso rebosante de vida y vegetación, gracias a este río cuyo profundo lecho fertilizó sus orillas. Atravesando colinas y llanuras salpicadas de nuevos oasis se llega a Tafilalet, alargada hilera de palmeras que, a modo de alfombra verde, sirve de antesala a Erfoud.

Es ésta una legendaria villa donde otrora se asentara Sidjilmassa, cuna de la dinastía Alauita. Muy cerca de Erfoud está Rissani, parapetada tras una de las más robustas kasbahs de la zona. Los días de mercado, los nómadas abandonan sus haimas (pequeñas tiendas-hogar) del desierto y acuden allí mezclándose con la multitud que discute en la plaza. Penetrar por las angostas callejas de polvo y arena, articuladas bajo las casas de adobe al resguardo del sol, es como entrar en un fascinante mundo de silencios y misterios celosamente guardados bajo los negros velos de sus mujeres; las mismas que, al caer la noche, profieren el ritual de agudos gritos que producen escalofrío.

De Erfoud a Ouarzazate, la gran capital del Valle del Dra, hay 364 km plagados de kasbahs y aimas. Los habitantes de éstas, habitualmente una familia, subsisten casi milagrosamente aislados del mundo bajo cuatro mantas sostenidas sobre palos, como única protección del terrible Siroco, el viento del desierto.

Continuando hacia el Gran Sur, el camino lleva a Tinerhir y el valle del Todra, con sus impresionantes gargantas que forman un increíble desfiladero de 300 m. de altura. Al fondo mana una fuente que, según viejas leyendas, sanaba a las mujeres estériles. Un nuevo serpentín de carreteras que ascienden y descienden abruptas montañas nos introducen en el Valle de Dades, donde se cobija la ciudad fortificada de El-Kela-des-Mgouna, auténtico paraíso entre rosas, desde donde se exportan enormes cantidades de esencia con destino a las industrias europeas de perfume.

Y por fin Ouarzazate, la capital del Valle del Dra, uno de los ríos más largos de Marruecos (nace en el Atlas, da vida a las tierras del anti Atlas y, con gran esfuerzo, muere en el Atlántico). Como mandan los cánones arquitectónicos, es una agrupación de casas de adobe ordenadas a ambos lados de una enorme calle central. Su kasbah, Taurit, a 1 km de la urbe, es de las más impresionantes de Marruecos. Son típicas del lugar sus alfombras, de geométricos y simbólicos dibujos de color rojo, sobre fondo negro.

Unos 150 km al este de Ouarzazate se levanta la fortaleza de Zagora, construida en el siglo XI por los almorávides para controlar las pistas transaharianas. A sus afueras se halla el importante centro religioso de Tamegroute, que enlaza con las primeras dunas del Sáhara, un infinito mar de fina arena dorada que engulle los pies y donde se respira el mágico silencio de la soledad, apenas cortado por ráfagas de Siroco. Un gigante en cuyo generoso seno se refugian los Tuareg, los míticos ‘hombres azules’ del desierto.

Cruzando de nuevo el Alto Atlas por el impresionante puerto del Tizi N’Tichka (2.260 m), se desciende hasta la fascinante ciudad de Marrakech. Denominada también la ‘perla del sur’, se halla en una extensa llanura a los pies del Gran Atlas. Una Ciudad Imperial que tiene su emblema arquitectónico en el alminar de la Koutoubia (semejante a la Giralda española), que domina una señorial mezquita almohade del siglo XII. También destaca su Menara, un extenso olivar con un gran estanque rodeado de jardines. La medina está sembrada de insignes mezquitas (Bab Dukula, Er Rahba, Ben Youssef, Mansour...) pero su lugar más carismático no es un centro de oración sino una plaza, de las más fascinantes del mundo: Jamaa el Fna. Declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, su apacible mercadillo matinal se va transformando a medida que vence el día adquiriendo su escenografía más mágica a la caída del sol. Es entonces cuando, envuelta en cientos de luces, se convierte en una multicolor feria por la que deambulan predicadores, adivinos, aguaderos, encantadores de serpientes, faquires, bailarinas... y turistas. Marrakech presume también de acoger La Mamunia, hotel que siempre suele estar entre los ‘top ten’ de la hotelería mundial.

Desde Marrakech, siguiendo hacia el sur en dirección al Atlántico (a 273 km), se llega a Agadir, la perla de la costa marroquí, con sus 9 km de playa entre eucaliptos, pinos y tamarindos, donde nunca falla el sol. A similar distancia (238 km) pero hacia el norte, las aguas del océano bañan Casablanca, símbolo del Marruecos más moderno. Aunque su nombre evoque inevitablemente al cine, sólo el Rick’s Café mantiene un nexo de unión entre esta ciudad, cosmopolita y financiera, y el mítico Bogart. Su medina queda un tanto eclipsada por las grandes avenidas y los edificios Art Déco, que sin embargo no eclipsan al verdadero emblema de la ciudad: la Gran Mezquita de Hassan II, con el minarete más alto del mundo (200 m) y con una inmensa explanada capaz de acoger 80.000 fieles prestos a la oración.

El punto final a este variopinto periplo por lo mejor de Marruecos lo ponemos en la cuarta de las Ciudades Imperiales, Rabat, capital de la nación y sede de su monarquía, cuya residencia es el Palacio Real. Plagada de monumentos, entre los que destacan la Torre de Hassan, el Mausoleo de Mohammed V (donde yacen el abuelo y el padre del actual rey) o la necrópolis de Chellah (con restos romanos), sin embargo, para muchos lo más fascinante es la kasbah de los Oudayas, auténtico museo al aire libre de la arquitectura marroquí, teñida en blanco y azul. Un lugar perfecto para decir adiós a este gran país del norte de África, tomando un té a la menta en el mítico Café Maure, contemplando el atardecer del estuario del Bu Regreg, a punto de fusionarse con el Atlántico.

El equipo de Miradas Viajeras se desplaza el viernes 29 de marzo a la Oficina de Turismo de Marruecos en Madrid con el objetivo de desgranar, sentir y contar la belleza, tradición, cultura, gastronomía... de Marruecos. Un programa en directo muy especial que podréis escuchar aquí, en Capital Radio, de 13.00 a 15.30 horas y seguir en redes sociales con el hashtag #MiradasViajerasMarruecos.

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