Desde que hace un año las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el Gobierno de Juan Manuel Santos firmaran el Acuerdo de Paz definitivo para poner fin a 52 años de conflicto armado una nueva batalla ha ocupado su lugar. Al reparto entre nuevos grupos del botín que dejan atrás las antiguas FARC se suma la lucha de las poblaciones campesinas, rurales e indígenas, que después de doce meses viven un recrudecimiento de la violencia y la inseguridad y demandan a quienes lideran el proceso de paz desde los despachos de Bogotá una implicación mayor en las necesidades locales. La seguridad en el territorio es fundamental para apuntalar un proceso que peligra cada vez más a medida que el Ejecutivo del Premio Nobel de la Paz se debilita y la oposición política eleva la presión mirando a las elecciones de 2018. La consecuencia directa es que únicamente se han aprobado siete leyes de las treinta propuestas en noviembre de 2016.

Las FARC comenzaron a agruparse en campamentos a principios de año y ya hay más de 11.000 excombatientes de la antigua guerrilla a las puertas de la vida civil. Sin embargo, hay también un porcentaje de disidentes que por diversas razones gobiernan de facto en varios territorios, muchos de los cuales dependen del narcotráfico y los negocios ilegales. El Ejército de Liberación Nacional (ELN), que ahora negocia su propio proceso de paz con el Gobierno en Quito, es el segundo mayor grupo guerrillero de Colombia. Por otro lado, ganan cada vez mayor peso otros grupos armados organizados, como son los paramilitares Gaitanistas o el Ejército Popular de Liberación (EPL).

La mayoría de estos grupos se agrupan en zonas costeras y fronterizas y, en muchos casos, sobreviven gracias a las pujantes plantaciones de coca, minas ilegales y redes de extorsión y contrabando. La reacción en la mayoría de comunidades es de plena denuncia y rechazo a su dominio, pero todavía en algunas de ellas reciben cierto apoyo entre grupos de población que se sienten abandonados por una acción del Gobierno que muchas veces no llega tan lejos.

La derrota al acuerdo inicial en el plebiscito de octubre de 2016 puso de relevancia la desconfianza de algunos sectores de la población sobre el proceso de paz. Aunque Colombia está registrando las tasas de homicidio más bajas desde los años 70 y las condiciones de seguridad mejoraron durante el año pasado, los homicidios y desplazamientos forzosos han aumentado de nuevo en 2017 y más de 50 líderes sociales han sido asesinados en lo que llevamos de año.

Es precisamente la Reforma Rural Integral y la sustitución de los cultivos ilegales, junto con la erradicación forzosa, uno de los puntos calientes que el gobierno colombiano debe resolver y que más afecta a estas comunidades. A esto se suma la Justicia Especial para la Paz y la futura participación política de las FARC, renombradas como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.

A este complejo proceso le acompaña el ajuste económico iniciado con la caída de los precios del petróleo que llevó al país a registrar una desaceleración del PIB hasta llegar al 2% en 2016, según el Banco Mundial. La economía colombiana ha sido más resistente que la de otros países petroleros y el consumo privado y las reformas implementadas han permitido al país tener una mayor capacidad de reacción. Sin embargo, junto con los problemas derivados del proceso de paz, le brecha de desigualdad aumenta y el propio Banco Mundial advierte de que la distribución de la riqueza genera la ruptura del tejido social.